martes, 10 de septiembre de 2013

Sabores naturales: ¿a pollo?

De los cerca de 5.000 aditivos permitidos en la comida, más de la mitad son saborizantes. Miles de moléculas de sabor que no solo sirven como máscaras diseñadas para hacer que la comida luzca superseductora, sino también como el pilar mismo de algunas marcas. Un ejemplo es el aderezo de Kentucky Fried Chicken, un producto que tiene al menos siete saborizantes, casi una tercera parte del total de sus ingredientes: almidón natural modificado, maltodextrina, harina de trigo enriquecida (niacina, hierro reducido, mononitrato de tiamina, riboflavina, ácido fólico), grasa de pollo, sal, aceite de soya parcialmente hidrogenado, glutamato monosódico, dextrosa, aceites de palma y de canola, monoglicéridos y diglicéridos, proteína de soya hidrolizada, saborizantes naturales y artificiales (con proteína hidrolizada de maíz y leche), colorante de caramelo (tratado con agentes sulfatados), polvo de cebolla, inosinato disódico, guanilato disódico, especias, extractos de especias, con no más del 2% de dióxido de silicio agregado como agente antiaglomerante.

Este es un ejemplo raro en el sentido de que uno puede identificar la mayoría de los saborizantes. Lo más frecuente es que esto no sea posible. Usualmente están escondidos tras las opacas denominaciones de sabores naturales y sabores artificiales, los cuales incluyen elementos que se pueden saborear –frutas, notas de especias, gustos salados y agrios como el limón o el vinagre– y otras sustancias que no se pueden sentir, porque se usan para ocultar un sabor indeseado. De hecho, varios ingredientes que vienen en la comida procesada no saben muy bien y necesitan disimularse. Además de la proteína de soya, está el gusto amargo de la mayoría de los endulzantes artificiales y de conservantes como el benzoato de sodio y el sorbato de potasio, que producen lo que se conoce como “quemadura por preservantes”. La compañía alemana Wild vende un producto para modificar el sabor de la estevia, que “tiene este horrible y persistente gusto a regaliz”, como me dijo Marie Wright, jefe de sabores artificiales de la empresa. Las vitaminas adicionales, como es de suponer, saben “vitaminosas”. La B1, en particular, puede tener el aroma de un huevo podrido.

Un chef prepararía una salsa usando grasa de pollo y caldo, junto con mantequilla, cebollas, harina, crema, sal, pimienta y quizá vino blanco. Pero la mayoría de procesadores industriales no pueden darse estos lujos. Utilizar ingredientes reales no solo es más caro, sino que usualmente es ineficaz, pues con frecuencia a los sabores volátiles y frágiles de la madre naturaleza no les va muy bien en su paso por la línea de producción. Las pócimas de las compañías son mucho más fuertes, como las que producen Wild, International Flavors & Fragances (IFF); Gividuan, la empresa de sabores más grande del mundo; la compañía suiza Firmenich; la tienda alemana Symrise, y Sensient, entre otras pocas.

“Si usted toma una fresa fresca después de procesarla, no sabe a nada”, me explicó Wright, para justificar por qué la producción de alimentos depende tanto de la industria global de saborizantes, que mueve al año unos 12.000 millones de dólares.

Parte de la demanda de saborizantes está emparentada con la forma en que se cultivan las plantas y se crían los animales en el mundo. Wright me propuso que, si estaba tan interesada, hiciera un test en casa.

Me dijo que tomara tres pollos enteros. Uno corriente, de los baratos que se encuentran congelados en los supermercados; uno orgánico producido en masa, como los de Bell & Evans; y otro, que ella llamó un “pollo feliz”. Se refería a un ave que hubiera pasado su vida libre, corriendo por ahí y con una dieta evolutiva de pasto, semillas, insectos y gusanos. Wright me pidió que los asara en mi cocina y notara el sabor. “El pollo barato –me dijo– tendrá un mínimo gusto debido a su corta vida, sin acceso a luz natural y engordando con una dieta monótona de maíz y soya. El pollo de Bell & Evans tendrá unas “leves notas rostizadas y grasosas”, y el “pollo feliz” será “incomparable, con un hondo y suculento sabor a nueces”. Wright, como se podrán imaginar, prefiere consumir pollos de la variedad “feliz”, que su marido, también experto saborista (él trabaja desde casa, como consultor privado), generalmente cocina.

Yo ya sabía un poco sobre este tema. Meses antes de conocer a Wright, había tomado un curso acerca de cómo pueden reproducirse los sabores del “pollo feliz”. En medio del área suburbana de Nueva Jersey, visité una compañía llamada Savoury Systems International, un pequeño consorcio especializado en el universo del sabor. Como lo sugiere su nombre, la compañía crea exquisitos sabores a carne para la industria de alimentos. Su sede está en la esquina de un parque de oficinas en Branchburg y, como ocurre en todas las operaciones con laboratorios o sitios en los que se preparan ingredientes, la oficina está permeada por un olor. Este aroma va evolucionando durante el día. Cuando entré al edificio era dulce, frutoso y carnoso, como si alguien estuviera horneando pasabocas con sabor a pollo. Más tarde, cuando me iba, olía a bollos de salchicha. El olor a comida había superado la fragancia del Air Wick enchufado en un tomacorriente de la salita.
Dentro del laboratorio, tan pronto crucé la sala, Kevin McDermott, joven y ambicioso gerente de ventas de Savoury Systems, me ofreció un test de sabor. Lo primero que probé fue un polvo hecho de partes reales de pollo. Lo mezcló con un poco de agua caliente y lo sirvió en dos pequeñas tazas plásticas para que lo sorbiéramos. Contemplé cautelosa el pálido líquido amarillo y luego tomé un poquito. Estaba diluido y aguado –un poco repugnante–. McDermott sacó otro tarro plástico con polvo, tomó un poco con una cuchara y lo mezcló con agua caliente en un vaso de laboratorio. Este era de proteína vegetal hidrolizada o pvh. Hecha de granos de soya, la PVH es uno de los ingredientes centrales que usa la compañía para preparar sus sabores a carne, tales como el “sabor tipo pollo rostizado” y el “sabor natural de res jugosa”. El líquido de pvh sabía delicioso, como pollo jugoso marinado en salsa de soya. Sabía mucho más a pollo que la carne real. McDermott me dio a probar otra muestra de pvh, con un sabor más oscuro, casi quemado. También delicioso.



El hecho de que sustancias vegetarianas como la PVH y los extractos de almidón –también utilizados por Savoury Systems– puedan saber exactamente como el pollo o la res se debe a que reproducen molecularmente el sabor de la carne. Por sí misma, la proteína de soya no tiene ningún sabor a carne, pero al separarla en sus componentes aminoácidos (que son los bloques fundamentales de todas las proteínas) emergen sabores dinámicos. Algunos de ellos, tales como los de la leucina y la valina, son realmente asquerosos; otros aminoácidos disparan nuestras papilas gustativas de formas placenteras. El glutamato, por ejemplo, es lo que hace al glutamato monosódico (GMS) un ingrediente saborizante tan útil; también es el elemento que da sabor a las PVH y a los extractos de almidón, aunque está presente en estos compuestos en concentraciones menores.
Cuando le pregunté a Dave Adams, el científico de alimentos que fundó Savoury Systems, por qué la carne real es una fuente tan inferior para crear el sabor a pollo que –y esto ya es raro– va en el pollo, me dio la misma respuesta que Wright. “El pollo moderno –refunfuñó– no tiene sabor. Los crían tan rápido que no tienen tiempo de desarrollar sabor”. Además, el pollo –incluso insípido, atiborrado de sobras– es más caro que la soya.

Para obtener PVH, se hierve una harina desgrasada de soya (o de maíz) en grandes contenedores de ácido clorhídrico durante seis horas, rompiendo las moléculas de proteína en aminoácidos. Puede agregarse jarabe de maíz a la mezcla para producir un sabor dorado más intenso. Después la solución se neutraliza con hidróxido de sodio, lo que deja al producto final una abundancia de sodio. (Como respuesta a la insistencia de la industria alimentaria en que se reduzca la cantidad de sodio, algunos productores de pvh han tratado de lograr versiones con menor concentración y diversos niveles de éxito.) Los extractos de almidón se hacen de forma similar, aunque no se necesitan químicos. Las células del almidón se eliminan con un exceso de sal y calor, disparando las enzimas propias de los organismos para que estas rompan sus proteínas en aminoácidos. De allí el término “extracto de almidón autolizado” (autodigerido).

En Las Vegas, durante el congreso del Instituto de Tecnólogos Alimentarios (IFT es su sigla en inglés) de 2012, me detuve en el puesto de una compañía de saborizantes llamada Innova, para experimentar la magia de estos sabores en comida real. Allí, algunos científicos de camisas azules que combinaban con el color cerúleo del tapete bajo sus pies, estaban sirviendo en vasijas de barro algo que sabía a carne a la barbacoa. Procedente del Caribe, este plato se prepara tradicionalmente cubriendo la carne –o en ocasiones un animal entero– con hojas y cociéndola en un hoyo en el suelo hasta que está tierna y suculenta. En cocinas más contemporáneas, la res es cocida lentamente en un caldo con muchas especias. El restaurante Chipotle, que usa una versión de esta receta en sus locales, la describe como “sabrosa carne de res deshebrada, braseada durante horas en una mezcla de adobo de chile chipotle, comino, clavos de olor, ajo y orégano, hasta que quede suave y jugosa”. El sabor a carne mechada de Innova se sentía, de hecho, un poquito como el de Chipotle, aunque menos sazonado. Era humectado, sabroso y un poco dulce. Inmediatamente volví para una repetición. Solo al terminar caí en cuenta de que no era res lo que estaba devorando.

La carne no había sido cocinada lentamente durante un día; había sido cocida rápidamente, después congelada en una bolsa y eventualmente recalentada. Y era pollo sazonado con un “sabor tipo carne mechada” manufacturado junto con el “saborizante tipo res natural” de Innova, que consistía en extracto hidrolizado de almidón y GMS. La falsificación era reconocida e intencional. Estaba diseñada con el fin de presentar las habilidades de Innova para ayudar a los grandes procesadores de comida –que no tienen tiempo para la cocción lenta y cuyas fábricas tendrían problemas con especias como el comino, el clavo y el orégano– a tomar atajos ahorrativos y obtener carnes supersabrosas, bien sea para servirlas en restaurantes o venderlas en las góndolas de alimentos congelados. La falsa carne mechada de Innova no sabía exactamente como la real, pero estaba lo suficientemente cerca.

Mapear la naturaleza
El mundo de los saborizantes no siempre fue tan sofisticado. Cuando comenzó en Europa, en el siglo XIX, las compañías importaban especias y se procuraban plantas como la limonaria, que producía el aceite de citronela, ideal para lograr un concentrado con sabor a limón. Estos aceites esenciales se utilizaban principalmente en fragancias, medicinas y dulces. A medida que progresó el campo de la química en la segunda mitad del siglo, los científicos europeos, especialmente alemanes, descubrieron cómo sintetizar sabores y fragancias de químicos, en vez de tener que arrancarlos de los materiales naturales.

Cuando aparecieron las primeras compañías de saborizantes en Estados Unidos, se agruparon a lo largo de la ribera oriental en el bajo Manhattan y cerca de lo que solía ser el mercado pesquero de Fulton Street, a tiro de piedra de los barcos que llegaban de Europa con aceites esenciales y químicos sintéticos. El área estaba tan cargada de esencias que se conocía como el “círculo aromático”.

Al igual que en muchas otras áreas de la economía y el comercio, la Segunda Guerra Mundial forzó cambios en los mercados cuando se agotaron las reservas en Europa y en otros lugares. Muchas compañías se expandieron y se movieron a través del Hudson para establecer nuevas fábricas. Nueva Jersey es todavía un núcleo comercial para la industria del sabor. Gividuan fabrica allí sus productos, al igual que IFF. Wild está en Elizabeth (aunque su oficina central queda en las afueras de Cincinnati) y Symrise conserva tres sedes en Nueva Jersey, una de las cuales está justo calle abajo de Savoury Systems en Branchburg.

Los alimentos de la posguerra estaban iniciando sus líneas de ensamblaje y necesitaban saborizantes, así que las compañías produjeron en masa toda suerte de nuevas fórmulas. Dow Chemical creó el ciclohexano propionato de alilo, que revendió en los anuncios como “sabor de piña fresca”. Firmenich desarrolló el primer saborizante de fresa y creó un componente llamado furaneol, que sería esencial para productos como Jell-O y el ponche de frutas Kool-Aid. La compañía lo describió así: “Una dulce molécula como el algodón de azúcar, clave para los sabores de frutos rojos, frutos tropicales y sabor rostizado”. Se suponía que estos y otros componentes les darían a los alimentos procesados y a las bebidas los mismos sabores de las comidas preparadas en casa, pero con frecuencia no surtieron el efecto deseado. En esa época los sabores eran aún vagas aproximaciones a la cosa real. En 1952, la revista Fortune declaró: “No es nada sorprendente que, en la opinión de muchos, el sabor de la comida y la bebida norteamericanas –en jarras, cartones, bolsas, latas y botellas– deje algo que desear”.

En la naturaleza, el sabor viene como una mezcla sofisticada de cientos y en ocasiones miles de químicos, cada uno con su sabor y olor únicos. Con las herramientas químicas del temprano siglo XX, los científicos podían esperar identificar quizá un puñado de estos en cualquier planta, y hacerlo resultaba engorroso e impreciso. El cromatógrafo de gases lo cambió todo. Estas máquinas fueron desarrolladas en los años cincuenta, y para los setenta tenían un uso amplio. Movían gases a través de un tubo y aislaban los constituyentes moleculares según los diferentes puntos de ebullición y variaciones en su polaridad. Acoplada con espectrómetros de masa que identifican aquello que ha sido aislado, esta tecnología abrió un vasto mundo de posibilidades, permitiendo un mapa mucho más concienzudo (aunque aún incompleto) de los aromas de la naturaleza. Por ejemplo, el número de químicos saborizantes identificados en la cáscara de naranja pasó de 9, en 1948, a los 207 conocidos en la actualidad. En las hojas de menta ha pasado de 6 a 100, y en los granos de pimienta negra de 7 a 273.

Hoy los saboristas pueden aproximarse a capturar ese elusivo y limpio sabor de frescura que disfrutamos Mary Wright y yo durante nuestro almuerzo en el Rouge Tomate de Nueva York. Para hacerlo, visitan fincas cuando un fruto está en el pico de su madurez, llevando consigo cromotógrafos portátiles de gases. Entonces cubren las fresas, los tomates o las plantas de pimienta con bolsas plásticas o envases de vidrio, acorralando los gases del aroma en un intento de tomarles una impresión. La meta, sin embargo, no es preservar los gases; son demasiado inconstantes para que esto pueda lograrse. De vuelta en el laboratorio, el trabajo consiste en imitar lo que ha identificado la máquina. Los científicos de Wild han hecho este tipo de “análisis de cámara de gas” en campos de menta operados por la compañía al sur del estado de Washington. Como muchos de sus competidores, Wild vende versiones “frescas” de varios de sus sabores, unos más convincentes que otros.

Uno de los últimos adelantos desarrollados en la ciencia del sabor es la llamada modulación del gusto. Hace cerca de una década, un biólogo de la Universidad de California en San Diego, llamado Charles Zuker, aisló por primera vez los receptores de la lengua responsables de nuestra percepción del gusto. Para ello usó células de las papilas gustativas de ratones de laboratorio y lo que encontró fue que cada célula es increíblemente específica, pues contiene receptores solo para un sabor –ya sea dulce, ácido, salado, amargo o gustoso (también llamado umami). Aquellas eran excelentes noticias para la industria alimentaria. Significaba que estas células de las papilas gustativas y sus receptores pueden ser mucho más fácilmente manipuladas que si fueran bombardeadas por múltiples sabores. Zuker, que entró a la universidad cuando tenía 15 años y obtuvo su doctorado a los 26, comprendió que tenía las herramientas para empezar a cambiar la biología del gusto. Fundó una empresa llamada Senomyx.
Convertida en una compañía reconocida, que ha hecho negocios con Pepsi, Coca-Cola, Nestlé, Kraft y Campbell’s Soup, Senomyx ha diseñado saborizantes y productos potenciadores para bloquear ciertas sensaciones como el amargor –una forma más controlada de encubrimiento del sabor– o para esconderlas, permitiendo a las empresas reducir el uso de azúcar, sucralosa, sal y gms en los productos, mientras preservan los sabores dulces o salados. Senomyx dice que los productos que contienen sus potenciadores de dulce y potenciadores de sabor, dos de los cuales no tienen sabor en sí mismos, se venden actualmente en Estados Unidos y aparecen bajo el amplio rotúlo de “sabores artificiales”.

No es sorprendente que Senomyx ya no tenga el control del negocio de la modulación del gusto. Todas las grandes compañías del sabor, incluida Wild, tienen programas similares de investigación en marcha. Muchos de estos potenciadores están apuntando a la creación de comidas empacadas más saludables, con menos azúcar, sal y gms. En una entrevista con la publicación Scientific American en 2008, Zuker, quien está hoy en la Universidad de Columbia y no anda envuelto en el día a día de la gerencia de Senomyx, habló acerca de la formación de la compañía. “Nosotros pensamos que tal vez aquí tenemos la oportunidad de ayudar a hacer la diferencia”.

Tal como lo diría Marie Wright, no todos podemos vivir en la cumbre de la cadena alimenticia, un lugar en el que las carnes no están cargadas excesivamente con sal, azúcar y gms. Durante nuestro almuerzo, tuve la sensación de que en algún universo paralelo –uno en el que las comidas procesadas no pagan todas las cuentas– ella estaría aderezando pociones sobre todo para alimentos experimentales y extravagantes –esos chocolates de maracuyá y los bizcochos con infusión de tierra de Kanuma–. Es decir, alimentos que ella consume y que ama con todo su corazón. Cuando le propuse esta idea por correo electrónico, me dijo que de hecho le encantaría tener un día su propio estudio de sabores para la “creación de sabores exquisitos”. “Esa sigue siendo mi meta para cuando no tenga que ganar mucho dinero”.
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Este texto fue tomado del libro Pandora’s Lunchbox: How Processed Food Took Over the American Meal (“La lonchera de Pandora: cómo los alimentos procesados se tomaron la comida norteamericana”), publicado en febrero de 2013 por la editorial Scribner.
© Melanie Warner, 2013
© Scribner, 2013

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